Reproduzco un artículo mío publicado el año pasado en el cual invito a reflexionar sobre las consecuencias de convertir las adopciones en un monopolio estatal.
Difícilmente pueda argumentarse que exista dentro de una sociedad personas más vulnerables, desamparadas e indefensas que los huérfanos. Antes que cualquier otra necesidad material lo más elemental que requiere y necesita todo ser humano es el afecto y seguridad que brinda la familia, que brinda el hogar. Así sea bajo las peores circunstancias, económicas o de cualquier otra índole, un niño querrá a su padre por el solo hecho de serlo, y el amor hacia una madre es siempre puro e incondicional, o por lo menos será así en esa etapa inocente que es la niñez. Cuando estos elementos faltan una vida no está completa.
Es la peor de las fortunas no contar con un padre o una madre, una familia o una identidad. Al niño le interesa poco realmente si es por irresponsabilidad, inmadurez o incapacidad de los padres, o peor aún por circunstancias ajenas como la violencia por ejemplo, que no cuenta con el sustento espiritual que sólo la familia puede traer.
Desde siglos la sociedad construida sobre valores de respeto a la vida como fin último, y de respeto a la familia como base de la misma, desarrolló la noble institución de la adopción, que cumple la función social de dar esperanza a quienes la habían perdido.
Aparte de la obligación moral incuestionable que significa la paternidad responsable, no hay acto más humanitario que aceptar y amar como propio a quien se encuentra perdido, abandonado, desamparado – negado.
No creo que exista persona, funcionario o político genuinamente bien intencionado que pretenda a conciencia destruir una institución social tan valiosa como la adopción. No me queda duda que existen personajes que no reparan en aumentar sus cuotas de poder a costa de quien fuere, sea el más indefenso.
Para quienes tienen un interés loable en proteger a estos niños a quienes indudablemente el sistema jurídico debe tutelar cuidadosamente, el único parámetro válido y congruente con sus intenciones no puede ser más que tomar muy en cuenta las consecuencias reales, intencionadas o no, de sus decisiones.
Cuántas veces no se ha visto leyes bien intencionadas que terminan por destruir a aquellos a quienes se pretendía proteger. Cómo puede caber en la mente de un legislador, conociendo hoy lo suceptible que es la burocracia a la ineficiencia y a la corrupción, que sólo a través de un monopolio estatal estrictamente regulatorio podrá efectivamente resguardarse el mejor interés del más indefenso.
Cómo es posible que no se comprenda que el problema no es la institución en sí, sino algunos criminales inescrupulosos que abusan de ella, para quienes la ley no debería tener piedad.
Preocupante ironía la que vivimos cuando abandonamos la más elemental moral y por medio de nuestras leyes primero negamos el derecho a la vida de quienes no han nacido, y luego condenamos al sufrimiento a quienes no fueron deseados.
No dejemos que en Guatemala se elimine esta institución como ha sucedido en todos los demás países donde se ha aprobado legislación de esta naturaleza. Hagamos que nuestros valores y nuestra Constitución prevalezcan, en función del llamado a procurar el desarrollo integral de todas las personas, no importa bajo qué circunstancias hayan venido a este mundo.
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