“El Congreso guatemalteco atraviesa una crisis, así como los otros parlamentos de los países latinoamericanos, por la falta de representatividad, por deficiencia en las leyes que aprueba y por la debilidad de los partidos políticos, indica un análisis de la Asociación de Investigación y Estudios Sociales (Asíes)...”
“El presidente Álvaro Colom continuó ayer con las reuniones que desde hace dos semanas ha mantenido con líderes de la oposición, en busca de los votos que le ayuden a aprobar las iniciativas de ley de interés del Organismo Ejecutivo…”
“Colom tiene casi listos los votos para Petrocaribe y el presupuesto. Los bloques de la Gana, el FRG, UCN y Unionistas podrían brindarle el apoyo al Ejecutivo para la aprobación de diferentes iniciativas…”
“Diputados quieren duplicar deuda política. Subir de $2 a $4 el pago por cada voto recibido, es la reforma avalada por los partidos. Un acuerdo total existe entre los partidos que integran la Comisión de Asuntos Electorales del Congreso para reformar el artículo 21 de la Ley Electoral, que actualmente establece la obligación del Estado de pagar a los partidos políticos $2 por cada voto recibido…”
Noticias como estas son las que a diario desmoralizan por completo a los guatemaltecos, quienes nos hemos realmente acostumbrado a tanta frustración provocada por los políticos de turno.
Nuestra “democracia” no es más que el intercambio de concesiones recíprocas entre políticos que administran cuotas de poder, para su beneficio lógicamente. La función “legislativa” no es otra que la negociación de privilegios en favor de grupos específicos; obras y presupuesto a cambio de votos que interesen al Ejecutivo, o cualquier otra modalidad mediante la cual se “legalicen” las aspiraciones políticas de algún grupo en particular gracias a los “consensos” que se dan entre distintas minorías que juntas y por conveniencia suman “mayorías” en el mejor espíritu de la “democracia representativa”.
Todo ello, en detrimento de los intereses generales de la población, por supuesto.
Hace quince años sufríamos los desmanes de lo que llegó a ser conocido como la “trinca infernal” de aquel Congreso de “los depurables”, quizás el más nefasto de nuestra historia “democrática” y eso ya es decir mucho.
Hace cinco años, en su página editorial, El Periódico lanzaba una advertencia respecto de una “alianza” conformada por tres partidos cuyas “… bancadas sumarían 92 diputados de un total de 158, lo que les asegura la mayoría absoluta en el Congreso…” y cuestionaba si de triunfar un candidato presidencial ajeno a la misma, dicha alianza “¿Estaría asegurando la gobernabilidad, o más bien la ingobernabilidad?”
Hemos ensayado también con las “aplanadoras”, “democráticamente” electas, pero el poder absoluto concentrado en un solo partido ha demostrado ser solo más efectivo en la imposición de intereses particulares, por medio de vías “legales”.
Nuestro grave error como República es que confundimos la política con el derecho, y al Derecho con la politiquería.
Ahora bien, imagínese usted que la base de nuestro ordenamiento Jurídico descansara sobre este ideal: “Es requisito fundamental de la Ley el Principio de Igualdad, en el sentido que no debe otorgar a nadie, ya sea considerado individualmente o grupo, prerrogativas exclusivas o privilegios que no pueda disfrutar cualquier otra persona o grupo que tengan oportunidad de aprovecharlos.”
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